MORELIA, Mich., 2 de noviembre de 2016.- Desde la perspectiva de cualquier extranjero como yo, puede parecer una extravagante rareza admirar la belleza de una catrina. No obstante, llegar a vivir en Michoacán le hace parte de la cotidianidad, eso sí, sin que se esfume la capacidad de asombro cada que uno se posa ante las hijas de José Guadalupe Posada, las reinas y señoras del arte mexicano.

La bienvenida a Capula, tenencia de Morelia reconocida por sus artesanos dedicados a crear estas particulares representantes de la democrática muerte, la da precisamente una gigantesca catrina, como las bautizara Diego Rivera, ataviada en un colorido traje hecho a base de puro azulejo, ubicada en medio de una plaza, predilecta para los amantes de la fotografía y aquellos que quieran perpetuar el recuerdo de su visita.

Llegar al pueblo en vísperas de la Noche de Muertos es una experiencia con aroma a pan y naranjas, ese que despiden las panaderías y puestos improvisados en donde venden el pan de muertos, una verdadera oda al paladar que solo se encuentra en esta época del año.

Las casas hechas en adobe, madera y teja resguardan celosamente a las reinas de ese humilde pueblo, que representando la miseria vestida de gala se siguen burlando de la hipocresía de la sociedad: catrinas de literalmente todos los tamaños y diseños infinitos, quienes dejan en claro la premisa indudable de que si ves una que te guste mucho, debes llevártela, porque nunca volverás a encontrar otra igual.

La magia del barro, las manos moldeadoras de cada artesano llevadas por emociones y vivencias variadas, el estilo, los sentimientos y la infinita paleta de colores a usar contribuyen a que cada pieza sea única.

En las primeras casas nos reciben altares de muertos y el penetrante color de las flores de cempasúchil. Más adelante, catrinas de dos metros invitan a los turistas a fotografiarse bajo la solicitud de una colaboración. Y después, pasillos techados con tela blanca llenos de stands.

Cada puesto tiene su toque, su modo de atraer como imán al observador para detallar cada creación. Las hay de huesos grises, blancos, negros; de trajes unicolores, con técnicas de puntillismo, rodeados de mariposas monarca, otras que recuerdan a Frida Kahlo; las llenas de rosas por doquier, con o sin cabello, y unas pocas como si fueran de carne y hueso. Describirlas no cabría en todo el internet.

También hay catrines, los más comunes vestidos de novio y acompañados de la novia, ideales para un pastel de bodas; otros con cuernos, unas cuantas pequeñas tumbas, animales, árboles de la vida, coloridos cráneos y más.

El precio de cada catrina dependerá siempre de su tamaño, la técnica, precisión, el material utilizado tanto de construcción como las pinturas, apliques, de cada detalle (mientras más minucioso, más costoso), y por supuesto, de cada artesano.

Aunque a mucho cliché suene, inolvidable se vuelve la experiencia de visitar Capula, donde los vivos se topan a cada instante con las hermosas representantes de la que no distingue de razas ni posición social, la que a cualquiera recuerda regresar los pies a la tierra, las representantes de la ecuánime muerte.