A crecer la familia
Triste paradoja para un país en llamas
Por Jorge Octavio Ochoa.- En estas horas de desgracia, es difícil tener una visión equilibrada respecto a lo que está sucediendo en México sin dejar de pensar que hay un sino trágico. Presentíamos que todas estas cosas iban a pasar, tarde o temprano.
No es el infortunio que viene de la casualidad o de un accidente inevitable. El estallido es el punto y la tilde que marca el último párrafo de la descomposición social y política. Lo hemos vivido durante más de cuarenta años, en medio de un absoluto vacío del estado de derecho.
Los mexicanos, las mayorías sumidas en la desesperación, nos fuimos por el camino del torcimiento de las leyes, el “cochupo”, el “entre”, el “embute”, para librar trámites y laberintos inventados y ejercidos por una burocracia de partidos que se extendió y se entronizó para hacernos la vida más difícil.
Los partidos políticos, lejos de emprender los cambios que enderezaran los cimientos, se prestaron a este jugoso negocio de la corrupción que hoy vemos está extendida a nivel federal, estatal y municipal, pasando por los pueblos y aceitando economías particulares y colectivas.
Primero fue el narcotráfico, aderezado con prostitución y trata de blancas, que se diseminó de manera evidente por toda la república, especialmente en la ciudad de México, donde todas las delegaciones, encabezadas por el PRD, la permitieron y la regentearon bajo el pretexto de que eran “desahogos sociales”.
Junto con ello se expandió el comercio ambulante, la venta de productos robados o ilegales; la piratería, el tráfico de documentos; el uso de calles como propiedad de unos cuantos, tolerados por esas mismas autoridades que debieran procurar el orden.
Mientras, en las montañas, se expandía la siembra de mariguana y amapola. Después vino el secuestro, el robo de bancos, la extorsión y junto con ello, el huachicoleo, desarrollado sobre todo en los últimos seis años del mandato de Enrique Peña Nieto.
La descomposición se fue adentrando tanto en nuestro sistema que finalmente se convirtió en algo “natural”, común y cotidiano, como el pagar un sobre-costo para pasar la verificación vehicular o pagar un seguro para que el banco se haga cargo del daño por el robo, extravío o falsificación de una tarjeta.
La corrupción somos todos, fue el dicho que se empezó a acuñar, a contracorriente del Fuente Ovejuna y así tomó carta de naturalización hasta concluir que somos unos “vivillos”, unos “canijillos”. Llevamos el sincretismo hasta la maldad, para crear así “La Santa Muerte” y el “niño huachicolero”.
Hoy, a la luz de esa terrible descomposición, nos miramos al espejo con la imagen fresca de teas humanas corriendo en la noche por el campo, en un último aliento ahogado por las llamas, calcinadas sus ambiciones, esperando que ese Dios, al que le hemos dado la espalda, nos ayude y nos proteja.
Todas las instituciones fallaron, hasta las iglesias católica y evangelista, que día con día ven caer el volumen de sus feligresías. ¿Cómo entender hoy la voracidad de una turba que se vuelven “todos a una” para robar hatos de ganado y destazarlos a pie de camión y facilitar el robo.
Todo esto ocurrió durante años, en medio de reformas político-electorales, impulsadas por partidos más preocupados por su enriquecimiento institucional que por la seguridad de una sociedad cada vez más orillada a caer en ese gran estanque de la corrupción.
Lo más preocupante de todo esto, es que el ambiente de descomposición que hoy vivimos, se da justo en el momento en que están por ocurrir nuevas reformas en el país que parecieran justificar todo lo que el régimen está por emprender y poner en marcha, pasando por encima de las críticas y los cuestionamientos.
Resulta sospechosa -por decir lo menos- la forma y el ambiente en que se ha desarrollado el desahogo de la famosa Guardia Nacional, el Fiscal Carnal y las enmiendas al artículo 19 de la Constitución para dar paso a tres nuevas figuras jurídicas que se integran a los llamados delitos graves para la prisión preventiva sin fianza.
La emergencia del “huachicoleo” surgió como un monstruo de mil cabezas que nos puso a los mexicanos -aparentemente- ante la presunción de que no hay otro camino que la militarización; que la corrupción y la delincuencia están tan extendidas que no hay otra manera más que enfrentarla: con una fuerza organizada y del mismo tamaño que los cárteles del crimen organizado.
Los que apoyan la estrategia del nuevo régimen argumentan -y con mucha razón- que ¿cuál es la diferencia? la militarización ya se ha venido dando en México incluso antes de que Felipe Calderón declarara la guerra al narcotráfico, de que los 43 de Ayotzinapa desaparecieran y de que el “huachicoleo” causara desgracia y enfrentamientos entre civiles y militares.
Esos que, hoy desde Morena y antes del PRD cuestionaban al régimen priista por sus intentos permanentes de militarizar al país para ir detrás de líderes sociales en los 60s y 70s, son los mismos que hoy ven la opción de utilizar militares en el servicio de la seguridad pública como la mejor forma de devolver la paz y tranquilidad.
Hoy, el discurso es esquizofrénico. Se habla de un “pueblo bueno”, movido por la necesidad, la pobreza y las circunstancias, pero a la vez pretenden introducir medidas tan extremas como la militarización hasta sus últimas consecuencias. Es la medida de la desconfianza que nos generamos entre sí los mexicanos.
Hoy, todos estamos bajo sospecha y los delitos electorales o la corrupción, en las montañas y en la sierra podrían convertirse en delito capital, porque allá ni dios podrá perdonarlos porque “no saben lo que hacen”.
Si robar gasolina fue una opción para sobrevivir so riesgo de llegar ardiendo hasta el infierno ¿por qué no será opción robar urnas, vender su voto, acarrear gente o acusar falsamente para eliminar opositores?
Triste paradoja para un país que ya está en llamas.