Agua y espiritualidad
Por cerca de 70 años el PRI fue un partido hegemónico, con dominio absoluto, pero era un partido de estado. Quienes nacimos antes de la década de los ochenta todavía nos tocó vivir esos tiempos, era hasta cierto punto lo “normal”. Ganaban absolutamente todo en las elecciones, gobernaban desde el país hasta el municipio más pequeño, todas las organizaciones sociales estaban afiliadas a ellos, la vida política del país era el PRI. Cualquier voz que opinara diferente era vista como algo extraño, rebelde y fuera del orden que conocíamos. Pero toda esa omnipotencia radicaba en un factor fundamental: era un partido de estado.
Un partido de estado no es solamente aquel que está en el poder. De ser así, en mayor o menor medida casi todos los partidos nacionales que conocemos lo habrían sido, más bien esto significa que su verdadero poder e influencia depende fundamentalmente de la fuerza que le da el estado. Su superioridad económica, su imposición ideológica, su control de los mecanismos de poder del estado para uso partidista, su manejo de información, su monopolio total de las posiciones de elección y de gobierno. Por supuesto, el eje de todo ese poder era determinado por el presidente de la república en turno. Eso fue precisamente lo que construyó desde los treinta y hasta la década de los noventa el partido tricolor. Y pagó el precio a partir de 1988, cuando su hegemonía se fracturó y comenzó a desmoronarse hasta el punto de ser hoy el partido con mayor rechazo del país. No necesariamente por que todo haya sido malo, sino por esa actitud “gandalla” que ejercía desde el gobierno.
Ahora llegamos a una nueva versión de aquello que la historia de nuestro país ya vivió. De hecho, muchos de los personajes que tejieron aquella historia obscura del “priato” ahora son quienes consolidan el “morenato”. La historia se repite. Vuelve un solo partido a dominar desde las posiciones de elección hasta las oficinas más modestas del aparato gubernamental en todos sus niveles. Todo con la acción abierta y decidida del presidente de la república para imponer su partido y su ideología (cualquiera que esta sea) en todos los rincones de la esfera pública. El control es absoluto y ante ello cualquier propuesta política diferente está en clara desventaja.
Ahora el país se pinta completamente de un color marrón, como en los tiempos del viejo PRI. La oposición prácticamente no figura, salvo algunos pequeños reductos que por circunstancias muy particulares aun existen. Además, el control de las nóminas es muy poderoso, tiene un poder de atracción que vence hasta a los más críticos y rebeldes. La única verdad que “oficialmente” es válida es la que el partido de estado dicta desde el poder, por absurda o insostenible que sea. Su carne de cañón se basa, como antes, precisamente en la necesidad y la ignorancia de las mayorías. No hay nada nuevo.
Lamentablemente esto daña el desarrollo del país y el bienestar real de la población. Lastima la democracia, pone en riesgo la alternancia y desconoce el pluralismo de México. Tenemos también muy probado que el autoritarismo político de un solo partido es muy nocivo para la salud democrática del país. Lo único esperanzador de una realidad así es que la figura que lo sostiene tiene fecha de caducidad y la realidad del día a día de las personas es cada vez más reveladora. Un crecimiento tan rápido de un partido como Morena para convertirse en unos pocos años en un partido de estado también presupone una rápida caída, una vuelta a la realidad. Por mucho que nos parezca a algunos, el ocaso está cerca.
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