Muchas veces he oído que la sociedad avanza, que modifica su cultura gracias a los desarrollos técnicos y científicos, que la incontenible realidad empuja los necesarios cambios legales y educativos porque los valores de ayer no pueden ser los de mañana; luego aparecen escenas de hombres azotando, a punta del ignominioso látigo y desde su imperial poderío cabalgante, a humildes inmigrantes, familias en orfandad de patria cuyo único pecado ha sido dirigir sus pasos hacia la fuente del dinero que dejó su tierra yerma y desolada.


El respeto a la dignidad y naturaleza humana es quizá la deuda que el siglo XXI debía saldar tras el terrible comportamiento de los estados y los gobiernos durante el siglo de las grandes guerras; y, sin embargo, casi en todos los rincones de este planeta, persisten los malabaristas ideológicos que inventan conceptos anti-antropológicos para no responder a los verdaderos dramas de la especie humana: las pobrezas, las violencias, las migraciones y las incontables carencias sociales que condenan a una tragedia sisífica a las familias para las cuales ningún estado moderno trabaja.


Pulverizadas, las familias son vistas desde el Estado y las estructuras sociales modernas apenas como conglomerados fortuitos de egoístas individuos cuyo mayor anhelo es, más que la independencia y la cooperación, la autocomplacencia en sus confusiones, seducciones y obsesiones. Más que ayudar en las afecciones y aflicciones más profundas de la psique y la naturaleza humana, se obliga a invisibilizar el dolor con las máscaras de bienestares ilusorios y modernísimos relativismos dignos de Poncio Pilatos. Más que abrirle espacio y certeza a la vida, se garantiza que el cálculo de los limitados recursos existentes le cercene al futuro la esperanza y se sanciona a quienes, en gestos de honesta otredad, ofrecen la débil fortaleza de sus brazos y su conciencia.


Desde la capital de un imperio decadente y desgarrado por las fantasías del mercado, las imágenes de agentes norteamericanos azotando con látigos a migrantes haitianos (cuya patria han ido perdiendo a brazadas por el infortunio y la avaricia) son tan indignantes como las de los menores migrantes aislados en jaulas de metal y tan dolorosas como los incontables actos de discriminación racial, xenófoba y aporófoba como los que atestan los noticiarios nocturnos.


Estas agresiones sistémicas nos urgen a dar respuestas; sin embargo, es claro que no todas son válidas, útiles o permanentes. No todas se alinean con la justicia o la paz; y, peor, no todas dignifican al ser humano, a su naturaleza o su libertad.


Hace justo seis años, durante la visita del papa Francisco a la Asamblea General de las Naciones Unidas, el líder católico aseguró que “el desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana no pueden ser impuestos” sino edificados desde las personas y sus familias; también advirtió que, sin el reconocimiento de límites éticos naturales, existe el riesgo de que el ideal que busca salvar a las futuras generaciones se convierta en “un espejismo inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven de excusa para cualquier abuso y corrupción, o para promover una colonización ideológica a través de imposición de modelos y estilos de vida anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término, irresponsables”.


En el discurso, el entonces presidente norteamericano Barack Obama, parecía entenderlo pero tuvo demasiadas oportunidades para demostrar todo lo contrario; después transitó Donald Trump en el empíreo de la nación y su esencia política fue claramente el radicalismo polarizante y el vértigo de la autorreferencialidad. Ahora Joe Biden nuevamente parece comprender esto en sus discursos de espíritu humanitario y católico, pero los látigos de la superioridad descarnada dicen todo lo contrario.

Y no es sólo el tema de migratorio; son las muchas polémicas y porosas fronteras de la modernidad que, fuera de los avances técnicos y sociales, no logran atender la esencia humana en su dignidad y en conciencia. El papa Francisco ha aseverado en diversas ocasiones que entre las patologías sociales modernas hay una visión distorsionada de la persona, una mirada que ignora su dignidad y su carácter relacional, “miramos a los demás como objetos de usar y tirar… esa mirada nos ciega”.


Sin embargo, esa mirada no sólo hace daño al prójimo, también a nosotros mismos. Por ello, el filósofo Byung-Chul Han considera que la curva de agresiones y violencias sólo pueden culminar en una fusión entre la víctima y el victimario, entre el amo y el esclavo, entre la libertad y la violencia; nosotros mismos, destruimos nuestro sentido al negar el sentido al otro.
En conclusión, en la punta de ese látigo no está el migrante, el pobre o el indefenso, estamos nosotros mismos con toda la arrogancia de usar el fuste sólo “porque el mundo avanza” y porque “tenemos la libertad de ir marcándonos el paso” aunque perdamos algo de humanidad en el proceso.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe