¿Será ocioso analizar la palabrería bíblica que los presidentes López y Calderón vertieron en sus redes sociales? ¿Qué implicaciones tiene para un Estado que sus referentes políticos se entrampen en teologías sibilinas? Es verdad que en un mundo donde los análisis económicos (sobre los intereses e incentivos egoístas) imperan sobre cualquier otro tipo de reflexión, se subestima tremendamente la importancia de esta profunda naturaleza humana que amalgama religión con política, el poder con la moral.

Vamos por orden: Con mucha más frecuencia de la esperada, entre los políticos suele desarrollarse una fantasía épica. Comienza con la imagen de sí mismo ligeramente superior al del resto, se desarrolla en una visión por alcanzar o en una misión para con la historia; y, para justificar todo, utiliza indiscriminadas interpretaciones de los valores o principios sagrados de los pueblos. En su mente, el político deja de ser un efímero administrador y se visualiza a sí mismo como una inflexión en la línea de tiempo.

Y hay que ser claros: “Hacer sólo y exclusivamente lo que se mandata hacer” (como exige nuestra Constitución a los funcionarios) no es ninguna virtud. Para ejemplo están las pulcrérrimas y legalísimas acciones de cientos de funcionarios con las que históricamente se beneficiaron de privilegios y bienes. En contraposición, el político que opta por la epopeya de su mandato suele apelar a los ancestrales pilares de la moral de su pueblo, para explicar la trascendencia de sus decisiones; incluso de aquellas que dinamitan los viejos pilares de la moral o de la legalidad de su pueblo.

Cuando el presidente López Obrador hace catequesis de su personal interpretación bíblica abre camino hacia dos escenarios radicales (aunque sólo uno verdaderamente transformador); y cuando el expresidente Calderón Hinojosa le revira con lecturas desde la ortodoxia doctrinal es claro que desea evitar cualquiera de los dos escenarios.

Pero volvamos al punto, ¿serán importantes estas reflexiones del espíritu cuando las leyes de la economía parecen regir toda nuestra realidad y nuestras relaciones sociales? Creo firmemente que lo son. Ya lo dijo el maestro de príncipes, Kautylia: “Al conquistar, prefiere la vasta tierra estéril en lugar de la pequeña porción de riqueza; todo desierto se vuelve fértil bajo el espíritu del hombre”. Para aquel filósofo político la plenitud no es sólo la acumulación de riqueza o la ganancia sino la transformación casi milagrosa de lo imposible. Lo explica mejor Kazantzakis en voz de un navegante a la deriva que anhela tierra firme: “Primero aparece la tierra en nuestro pecho y sólo después aparece en el mar”.

Allí es donde la política y la moral conviven, pero su relación depende de la implicación del personaje político en el acto moral. Es un hecho que es más fácil ser moralizante que obrar moralmente. Lo primero sólo supone dar discursos para exigir a los demás que hagan el bien; lo segundo exige involucrarse enteramente en “la propia perfección y la felicidad de los demás”, como diría Kant.

Esos son los dos escenarios que López Obrador abre en la Cuarta Transformación: limitarse y limitarnos a arrojar discursos moralizantes sobre lo que deben hacer los otros (chairos y fifís; amigos y enemigos); o -y esto es de lo más inquietante- pagar con nuestra propia persona el bien de los demás, obrar con valor al servicio del prójimo y renunciar, sin ninguna coacción externa, a nuestros propios intereses.

¿Inverosímil? Seguro. La modernidad hace incomprensible la posibilidad anterior; pero justo por ello es revelador el porqué los políticos rescatan y parafrasean los ancestrales libros sagrados: Han abandonado el camino de la mera administración (e incluso de la legalidad vigente) y se han adentrado en un periplo más angosto, una confrontación de orden bíblico, un sueño fundacional.

Por desgracia, el camino de la Cuarta Transformación promete más bien poco. Lo dejó muy claro el emperador Marco Aurelio: “No hay que perder el tiempo discutiendo cómo debe ser un hombre de bien, hay que serlo”. Punto.

@monroyfelipe