La tentación más riesgosa y ominosa a la que pueda sucumbir un gobierno o un gran movimiento de masas, es creer que es el punto de llegada de toda la historia, que es la síntesis de un pasado lejano glorioso y alumbramiento de la felicidad futura. Construir una cosmogonía política en la que el pasado inmediato figura sólo como la encarnación de la maldad, sin mediaciones, y el presente como ruptura automática que purifica, es un alarde ideologizante que busca zafarse de una realidad que, sin embargo, se expresa a gritos en la cotidianidad.

Inventar una nueva narrativa sexenal, que legitime y sea constancia del nuevo poder ha sido el anhelo cuasi monárquico de nuestros gobiernos. Una suerte de embriaguez los aturde cuando se cruzan la banda presidencial que los lanza por los aires a sentirse y consentirse como apóstoles de la verdad. Ningún gobierno de la post revolución ha escapado a este sopor enfermizo, sólo la intensidad del malestar y las consecuencias los ha hecho diferentes. Y la sociedades de cada época lo han llegado a creer porque han tenido necesidad de hacerlo, pero todas han terminado padeciendo sus resultados.

La sociedad mexicana sigue teniendo una enorme necesidad de creer en estas narrativas. El incipiente desarrollo de la conciencia y la organización ciudadana independiente y la persistencia de los mecanismos clientelares y el manejo corporativo aún vigentes, que colocan a los ciudadanos como subalternos o prácticamente como súbditos, hace posible el endiosamiento de los símbolos del poder y la aceptación acrítica de discursos que debieran ser objetados en una república de valores democráticos consolidados. Al final de cada sexenio, como siempre ha ocurrido, el discurso es exhibido en todas su miserias y las masas con gozo vengativo reivindican su crítica lanzando improperios y jitomatazos, con la venía y reconocimiento del nuevo poder. Un ritual que tiene como característica principal que la crítica siempre debe ejercerse en tiempo pasado y con los protagonistas del ayer, jamás en tiempo presente y contra actores actuales. Esa es la regla, por eso el presente no se toca, se venera. Así ha sido en cada sexenio.

En el presente el gobierno es bueno, la legitimidad en las urnas así lo confirma y el discurso de ruptura le da el blindaje que ocupa. Es que de un gobierno bueno sólo se pueden derivar actos buenos, por eso la “ley Bonilla” y la “ley garrote” no han conocido ni el repudio moral ni la objeción legal de este gobierno. No hay razón para ello, el mundo de la maldad ha quedado derrotado en el pasado, y lo que hoy se crea solamente puede proceder de actos de bondad innata. La oposición a los presentes actos de gobierno en materia de economía, de asignación presupuestal, de salud, de educación, de seguridad, del gobierno que encarna el valor absoluto de la transformación, no pueden tener otra procedencia que no sea el mal. La lógica es contundente. Así es el ritual del cambio sexenal.

Algunos habían coqueteado con la idea de su sexenio como fin absoluto, pero por alguna razón se habían quedado con la magnitud relativa de su práctica política. Pero haber llegado tan lejos como articular un discurso en donde se llega a creer que la práctica del tiempo actual es la estación final en donde el buen gobierno, el bienestar público, le ética política y la felicidad ya están siendo posibles, es en extremo preocupante. El ambiente comienza a saturarse de olores autoritarios y a desatarse el linchamiento contra lo divergente. En un mundo donde la cosmogonía de la perfección se impone desde el discurso del poder la realidad misma es vista como sospechosa y sus portavoces como enemigos.

La condenación de la realidad como acto de herejía que contradice al discurso del gobierno, frente a la cual siempre hay otros datos, los datos del otro mundo, el mundo de donde ha sido expulsado el demonio neoliberal y sus engendros: la corrupción, la ineficacia, el burocratismo y el dispendio, empuja a que los realmente existentes asuntos críticos se califiquen como actos conspiratorios abominables y no como parte regular de los problemas que debe asumir y atender el poder. Si el sexenio en curso ha dicho que todas las banderas que ayer eran oposición ahora son suyas, y forman parte de su cosmogonía de soluciones, entonces levantarlas de nuevo por los ciudadanos es un acto de infamia que choca frontalmente con la idea de que el cambio de régimen que representan es el fin último, no habrá más.

Esta visión cerrada e intolerante del ejercicio del poder, que se expresa nítidamente en la frase “hasta opinan más de la cuenta … prefiero que tengan la arrogancia de sentirse libres”, retrata de pies a cabeza la perspectiva autoritaria de quien considera que la libertad es un don concedido por el poder a sus súbditos y no un derecho ciudadano que se ejerce sin más.

Los llamados sensatos a la reconsideración provenientes de la pluralidad está visto que no tienen ni tendrán éxito, faltan los que surgiendo desde adentro hagan quienes hasta hace un año eran militantes reconocidos de la reflexión crítica y que hasta ahora han guardado pragmático y oportuno silencio.  

Las cosmogonías políticas cerradas no son una buena noticia para la democracia y menos para una nación con una economía y una sociedad en verdad complejas y que camina conectada con un mundo que obliga a decisiones inteligentes y eficaces. Es la libertad el bien más preciado del cual depende la creatividad y la voluntad para hacer, es garante de toda paz, el oxigeno de una república sana, no debiera el poder atreverse a considerarla como una concesión graciosa. La época de los virreyes hace tiempo que concluyó.