La fuerza de la opinión pública y la publicada es relevante para toda democracia. Es entendible la pretensión del gobernante de hacerlo bajo sus propias ideas y premisas, más cuando no hay equilibrios institucionales, como el contrapeso del Congreso. La virtud mayor de la democracia está en el escrutinio crítico al poder, una forma de sanción social para castigar con opinión adversa a una autoridad que no hace bien su tarea. En perspectiva, es una fórmula para mejorar el ejercicio de gobierno.

Uno de los problemas más evidentes en el contexto del país es la virtual inexistencia de la sanción social. La popularidad del presidente ha servido de coartada para no rendir cuentas bajo la discutible tesis de que las cosas están bien porque la ciudadanía está satisfecha, cuando en realidad la propaganda oficial, la connivencia de las élites y la debilidad de la oposición son las que explican el ascendiente presidencial sobre la población.

Temas de mayor impacto en el bienestar son la seguridad y la certeza de derechos. Obvio es que la responsabilidad de toda forma de autoridad es salvaguardar los derechos de las personas y las familias. Los resultados de la estrategia gubernamental en la materia, si puede calificarse como tal, es simplemente desastrosa. Los números así lo demuestran a contrapelo de la manipulación que se hace en las “mañaneras presidenciales”.

Las ejecuciones, las masacres, los feminicidios, los asesinatos de menores, o para el caso concreto de los dos sacerdotes jesuitas en la Tarahumara, no alteran la opinión sobre el presidente. La sociedad está indefensa por causa propia y porque los factores de contención al abuso del poder no están funcionando. Los medios de comunicación han sido gradualmente colonizados, especialmente en el segmento informativo. La opinión crítica o independiente es hostilizada abiertamente por López Obrador. La libertad de expresión no pasa por su mejor momento, más por autocensura que por lo que el poder haga debajo la mesa.

En el caso de los sacerdotes asesinados, el pasado lunes el presidente tuvo un desempeño lamentable, no peor que otras declaraciones que ponen en entredicho la voluntad del gobierno para cumplir con su obligación de acreditar legalidad y castigar al criminal. En el caso particular, remite a la instancia local la investigación, justo como hizo Peña Nieto en el caso de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala. No interesa o no se advierte que la noticia dio vuelta al mundo, que la gravedad de los hechos amerita que el fuero federal atraiga la investigación y que el compromiso no se limite a la entrega de los cuerpos de los asesinados, sino que los responsables sean detenidos y sometidos a la acción de la justicia; asimismo, que juntamente con la gobernadora Maru Campos, se defina una estrategia para recuperar la zona del crimen organizado.

La sanción social no existe, y cuando quien gobierna privilegia popularidad sobre responsabilidad, difícilmente se modificarán lo que no está funcionando. De hecho, el presidente reitera su convicción en la virtud de la premisa de abrazos no balazos y que la violencia no se combate con la violencia, igualando a las fuerzas del orden con la de los criminales, y dejando a la población civil a merced de los delincuentes más crueles y sanguinarios, como en la Tarahumara y ocurre todos los días en muchas partes del país.

Dolorosa y lamentablemente la recurrencia de los hechos delictivos se vuelven parte del paisaje, y se pierde la capacidad de indignación y de reclamo. No se trata de un accidente ni de una maldición por los pecados del pasado; son resultado de la negligencia de las autoridades si no es que complicidad, implícita o explícita. Llega el momento de exigir al presidente una revisión de la política de seguridad y que las autoridades cumplan con su responsabilidad ineludible respecto a la legalidad y la procuración de justicia.