Con derecho para mentir.

Digámoslo como es, las campañas electorales son los espacios autorizados y tolerados por la sociedad para que quienes buscan el poder puedan mentir impunemente y con aplausos de por medio.

El origen de la mayoría de los problemas derivados de la eficacia de los gobiernos proviene de candidatos mentirosos que supieron endulzar el oído de los electores para hacerse elegir a una función para la cual no sirven pero justifican con discursos salvadores, divorciados de la realidad.

Lo increible de todo es que nos hemos dado leyes que autorizan mentir a nombre de la democracia o de cualquier epifanía salvática que los electores, con el corazón henchido de esperanzas, aclaman desde su sentir singular: “ahora sí, llegó la hora de nuestro progreso”, “con ese programa lo logramos”. El ciudadano como oveja que ama a su perverso pastor.

Contra este sistema de mentiras autorizado y aceptado desafortunadamente estamos inermes. No tenemos una institución y un cuerpo de leyes que sancionen la mentira política y mucho menos que sancione a los gobernantes que destrozan al país una y otra vez, acumulando costos y atrasos. Los ciudadanos somos víctimas en una relación de subordinación en la cual estamos desarmados.

Desde la clase política (toda) se ha alentado una normalidad con visiones decimonónicas, que muy a modo, les permite a los políticos hacer que los electores se traguen las propuestas centradas en el voluntarismo, el mesianismo y el purismo. Sin vergüenza, entonces, van de mitin en mitin ofreciendo la salvación, el rescate, o la figura mística que abrirá las puertas del paraíso. La complejidad de la agenda económica, de seguridad, ambiental, educativa, de salud, es vulgarmente reducida a un simplismo ramplón que cuando asumen el gobierno solo contribuyen a  nuevas crisis y a la ingobernabilidad. Para confirmarlo basta echar una mirada a la realidad que ahora nos aplasta.

Es tal la impunidad de un político frente a lo que promete que puede, al término de su mandato, dejar un estado o la nación en calidad de ruinas y sin embargo retirarse con tan solo algunos adjetivos duros, que en nada resarcen los daños al desarrollo patrimonial de todos.

Hay quienes dicen que acotar el gusto por la mentira electoral de los candidatos haría imposible una campaña, porque de ordinario están mintiendo, y porque ─dicen─ a la gente le gusta que le mientan. Como prueba ─nos dicen─ ahí están los candidatos que no tienen ni la más mínima idea de qué es gobernar, cosa que los electores lo saben, y sin embargo a pesar de ello son votados; o los que en los municipios son talamontes, aliados de  la delincuencia o ecocidas, -información sabida por los ciudadanos- y a pesar de ello, mentiras de por medio, son electos y glorificados.

Las cárceles estarían llenas si tuviéramos instituciones y leyes que castigaran la mentira electoral y se les obligara a pagar los daños ocasionados al país, al estado o al municipio.

Desafortunadamente no somos esa democracia y no tenemos esa institución ciudadana, autónoma, para exhibir día a día el rosario de mentiras que a nombre de la “república”, “los que menos tienen”, “el progreso”, “la salvación”, “el rescate”, “el amor al prójimo”, y otras ocurrencias que se le venden a los electores cuales cuentas luminosas de vidrio, debieran sancionarse con vigor.

Nuestra democracia, asediada por el totalitarismo de un gobierno federal autócrata y absolutista, tiene ante sí un trayecto infestado de riesgos regresivos que sólo una ciudadanía alerta, plural y digna puede contener y revertir. Cuestión por cierto difícil porque el contexto en que funciona está dominada por la normalidad de la mentira y el acoso, una normalidad que expresa con nitidez y agresividad los códigos del nuevo poder que se pretende transexenal, en una clara alusión a la metafísica de la historia: después de la 4t no hay nada.

Habrá en los próximos meses mesnadas de políticos que ejercerán su vergonzoso derecho a mentir para hacerse elegir, y luego tendremos ciudadanos decepcionados. Algo podemos hacer los ciudadanos: desenmascaremos a tiempo la mentira, la incoherencia, el arribismo, el oportunismo y la sinvergüenzada ideológica.

A ese oprobioso derecho a mentir de los políticos  antepongamos el derecho a objetar con hechos. ¡Tenemos derecho a la verdad!