UGC, el objeto del deseo
La elección que viene
Es difícil no creer en la existencia de un plan de desestabilización social y política del país, cuando desde la homogeneidad de distintos frentes se lanzan ataques, amagos, revanchas,descalificaciones, amenazas y anuncios de boicot sobre las instituciones de la República.
Es cierto que a lo largo y ancho del país se han multiplicado, por diferentes causas y razones, las raíces de una inconformidad social y los indicios de una fe de revuelta que no parecen tener orígenes muy claros, aunque sí un horizonte definido: la impugnación de todo lo que sea o parezca “oficial” y el debilitamiento del régimen constitucional.
Independientemente de que hay sociologías de ruptura y alergias frente a lo institucional muy arraigadas en los subsuelos del temperamento mexicano, parece que la crisis actual que vive el país no viene de lejos, ni como eco de una genética racial de rompe y rasga, sino quizás de una falta de acoplamiento de algunas expresiones sociales a lo que es y significa el proyecto moderno.
En efecto, en cada época y en cada generación se da el caso de que algunas minorías –generalmente confundidas por sobreideologizadas-, no admiten ninguna idea o iniciativa de renovación y cambio, porque implica separarse de los círculos concéntricos de nuestro pasado como nación para ir en pos del futuro, que siempre termina superando y dejando atrás la “mexicanísima” idea del tiempo.
Muchos países, incluidos los que alguna vez tuvieron una gran horma de identidades y de tradiciones nacionales que defender, como Japón y China, se han modernizado no una sino muchas veces en el último siglo y medio, mientras México, debido a la acción disuasiva y corrosiva de dos o tres minorías, no acaba de dar un salto significativo a la modernidad.
Por un lado, la ceguera de las masas y los gremios que han dado poder a dirigentes ignorantes y sin escrúpulos; por otro, la ambición sin límite de estos dirigentes, que en el afán de resolver “su problema” no han dudado en llegar a componendas inconfesables con los hombres impresentables del poder; más acá, la debilidad y falta de firmeza de ciertos gobiernos estatales, que en aras de sobrevivir al vendaval y al ruido no han escatimado en ofrecer imposibles –incluido lo que no se les pide- al movimiento social, para no pagar costos históricos que los incomodarían toda una vida. Todo esto, y mucho más que esto, le ha dado púas y dientes a la ola de desestabilización que vive el país, de la cual forman parte las peores expresiones de la “izquierda”, las células más impresentables del sindicalismo mexicano, los grupos fácticos del último naufragio ideológico y los fósiles vivientes que ven en la promesa de modernidad una amenaza a sus intereses.
El punto es que sin las doce reformas estructurales que impulsó en el Congreso de la Unión el presidente Peña Nieto, quizás no habría en las calles del país los amagos de tormenta ni el ánimo violento que hemos visto en las últimas semanas. Pero sin la gran vía de modernización que han abierto las reformas estructurales, México no tendría otra salida para dejar atrás las telarañas mentales, la polilla y las arritmias de su historia.
Los partidarios de que México no se mueva un milímetro hacia adelante, nostálgicos de lo que se ha dado en llamar –con sorna y elegancia- “guadalupanismo constitucional”, son los que destruyen escuelas y boletas electorales en Oaxaca, los que idealizan a la delincuencia organizada y saquean e incendian edificios públicos en Guerrero y los que en Michoacán han hecho del parasitismo magisterial y estudiantil un timbre de orgullo ideológico.
Por tanto, lo que estará en juego en las próximas elecciones no son seis ni nueve sistemas de siglas, sino dos proyectos: el de quienes creen que el país debe ser una oda a la ruina colectiva, o lo más parecido a Oaxaca, Guerrero y Michoacán y, por otra parte, el de los que estiman que nuestros modelos no pueden estar, ni pueden ni deben ser Oaxaca, Guerrero y Michoacán.
Así, parece que está muy claro lo que estará en juego en las próximas elecciones.