Michoacán, en quiebra: Martínez Nateras a Sheinbaum
El 30 de abril se celebra el Día del Niño, fecha en que, en la medida de las posibilidades de cada familia, se consiente a los más pequeños del hogar, pero que también sirve para recordar situaciones inolvidables de nuestra infancia, así como para analizar a la luz de la distancia la manera en que fuimos cuidados y educados por nuestros padres.
Hace algunos años, ser niña o niño representaba el hecho de depender, obedecer y llevar a cabo las instrucciones que nos daban los padres o las figuras de mayor edad, sin pretexto alguno. Ellos tenían la facultad de decirnos qué hacer y qué no hacer, así como de llamarnos la atención cuando consideraban que habíamos cometido alguna falta o hecho alguna travesura. No era raro que, incluso, llegara a haber un jalón de orejas.
Las costumbres han cambiado. La forma en que los padres intervienen en la vida de sus hijos no es la misma y creo que el cambio ha sido para bien: menos violencia y más diálogo. Sin embargo, aún en nuestros días es recurrente que algunos niños sean maltratados y agredidos en su integridad como seres humanos.
Durante muchos años, los derechos de niñas y niños fueron considerados como un catálogo de buenas intenciones, pero sujeto a la aprobación de los respectivos padres. Por ejemplo, se enunciaba que niñas y niños tenían derecho al juego, al esparcimiento o a la educación -si los padres así lo creían pertinente-, pero si no se hacía caso a estas recomendaciones, no había mayor problema.
Hoy, gracias al reconocimiento de los derechos humanos en nuestra Constitución, las niñas y niños mexicanos han dejado de ser considerados como personas en proceso de ser adultos -que merecen ser protegidos-, para convertirse en personas titulares de derechos como cualquier otra, personas capaces de ejercerlos por sí mismos de acuerdo con su desarrollo y capacidades. A esta condición actual se le conoce como autonomía progresiva.
Ser niña o ser niño no es solo una antesala para llegar a ser adulto, sino una forma plena de ser en sí. Las niñas y los niños no son personas incapaces por ser “menos adultas”, sino que sus capacidades son acordes a su edad y desarrollo. Por lo tanto, los adultos no son dueños de los niños, sino quienes tienen la responsabilidad de orientarlos y dirigirlos de la mejor manera con el propósito de asegurarles la capacidad progresiva de asumir sus propios intereses y responsabilidades.
Como personas, las niñas y niños tienen derecho a ejercer sus derechos sin previa aprobación de los adultos e, incluso, tienen derecho a que los padres y el propio Estado les garanticen la posibilidad de ejercerlos, porque no hacerlo podría constituir una violación a sus derechos humanos.
Como padres, tenemos el deber de guiar a nuestros hijos en el ejercicio de sus derechos, pero no como sus dueños sino como los responsables de su salud y crecimiento, brindándoles una familia que les inculque valores, así como la seguridad y confianza de ser personas valiosas que están en proceso de desarrollar al máximo sus talentos. No cometamos el error de ver a nuestros hijos como objetos que nos pertenecen y asegurémosles un presente y un futuro digno y prometedor.