Estos años

 

(La Bienaventurada)

 

Me acordé de un libro del legendario director de Proceso, Julio Scherer, el cual se titula “Estos Años”, y que narra sus andanzas y relaciones con los protagonistas de las “más altas esferas del poder”.

Yo podría también narrar mis andanzas, dichas y desdichas para rememorar “estos años”, pero no alcanzaría a terminar sin antes cansarme y ustedes aburrirse. Empero, podría expresarles algunas reflexiones que tienen que ver con “estos años” ¿cuántos son? La cantidad no importa, solo sé que empecé a sentir que ya estaba envejeciendo (y no precisamente arrugada y canosa) cuando un día mientras practicaba ciclismo de montaña, me caí y me tardé más de lo acostumbrado para levantarme.

En mi década de los 20, caerme de la bici era algo así como una pausa no planificada: visitar el suelo, saludarlo: “hola y adiós”, y luego pegar un brinco nuevamente a la bici para seguir pedaleando. Lo mismo sucedía al tropezarme mientras caminaba por alguna calle de la ciudad; no alcanzaba el diablo a “chuparme”, pero hoy, a mis #$% años de edad, hasta platico con el suelo: “hola bonito, cómo estás. Mira qué sucio te tiene el Ayuntamiento, y cuánto chicle”.

Regularmente en una caída, duele más el orgullo que el fregadazo, pero cuando se es viejo, cuando uno se libera de complejos, cuando se es más inmune al ridículo, prefiere uno sobarse y autoconsolarse el dolor que aguantarse y caminar como si nada hubiera pasado. Por eso cuando tropiezo, me doy mi tiempo para disipar el dolor y luego andar, no sea la de malas que por el apuro vuelva a tropezar y termine peor por cuidar la imagen que el físico.

Decía mi maestra Lupita León: “después de todo, el ridículo es subjetivo, realmente no funciona si no hay gente”, y la verdad es que a mi edad, haya o no gente en la escena del tropezón, yo me sobo.

Cuando se es joven, un tropezón nos mueve de manera inmediata a la reconfiguración de la gallarda postura. En lugar de mirar el daño a las rodillas, preferimos escudriñar alrededor para cuantificar a los curiosos y pensar qué pensarán de uno. En cambio, cuando se es viejo, no nos importa el qué dirán; pensamos que una caída nos muestra de manera breve lo bruto que es uno, “mira que tropezarme nomás por venir pendejeando ¡carajo!”, y luego desquitarse con el primero que acude a auxiliarnos:

  • ¿Se tropezó seño?
  • No baboso, quería mirar de cerca las grietas del pavimento –pienso pero sin decirle nada al amable chico que se acerca a ayudarme-.

Gracias muchacho, eres muy amable –le respondo realmente, pero sin dejar de pensar en su pregunta tan obvia- ¿O sea?

“Estos años” me han enseñado pues, que el síntoma de la vejez radica en la paulatina y sistemática liberación de los complejos. Pareciera que cuanto más viejo, más libre es uno, y cuando uno quiere volar… pus ya no hay juventud para agitar las alas. Por eso hay que aprovechar cuando se puede.

Yo sé que la juventud se lleva en el espíritu aunque el cuero se arrugue, pero tampoco me veo bailado y brincando en una disco a mi edad.

“Estos años” me han enseñado el largo camino que he recorrido como mujer, como madre, como trabajadora y periodista, pero también me han enseñado el todavía más largo camino que aún me falta por recorrer.

Si bien “estos años” me han enseñado que los tropezones son cada vez más dolorosos, también me han enseñado que ya no debo tropezar, pero si así fuera ¡pues qué carajos, volverme a levantar!

 

Gracias por sus amables felicitaciones en este mi #$% aniversario

Dios los bendiga queridos amigos.

Dios bendiga al periodismo.

 

¡¡¡Excelente viernes tequilero para todoooooooooooooooooooooooooooooooooooooos!!!