Libros de ayer y hoy
Morelia 474 aniversario
ADVERTENCIA: hoy, esta columneja está re-larga, así que si tienen wevis para leer, mejor párenle desde aquí porque luego no quiero quejas ¿Eh?
Ya están advertidos
¿Le quieren seguir? Ora pues…
LA CENTRAL CAMIONERA
Yo llegué a Morelia por el año $%#& (AC). Vine chamaquilla, cargando encima 18 años de edad, dos tambaches bien retacados en cada mano y una mochila a cuestas. Cargaba también con un par de sueños en la mente y ¡150 mil pesos en los bolsillos! ¿Se imaginan? Claro, quienes son de mi época se darán cuenta lo que realmente significaba esa cantidad.
A Morelia había venido acaso un par de veces antes de mi estancia permanente: una con mis padres para acompañar a la abuela al hospital de especialidades y la otra por una competencia de poesía auspiciada por la secundaria en la que estudiaba y de la que no figuré si quiera ni entre los 10 primeros lugares. Pero de esos dos viajes solo conocí de Morelia la entrada y la salida.
Durante todo el camino no pude dormir, y eso que el viajecito se prolongó por más de 9 horas ya que no había tanta carretera como hoy. Con cada kilómetro que el camión se acercaba a la capital más aumentaban mis nervios ¿vivir en Morelia? ¡Que emoción!
De la vieja central camionera, esa que ahora la convirtieron en un dizque estacionamiento, descendí del viejo camión de la línea Galeana pasaditas de las 8 de la mañana y ya mi hermano Federico me esperaba ansioso, y no por mi llegada, sino por las ricas viandas que mi madre le enviaba: cecina, queso, tortillas hechas a mano y hasta piloncillo.
La bienvenida a Morelia (o el primer contacto que tuve con morelianos) me la dieron tres malandros sujetos que al salir de la central, lujuriosos me gritaron: “adiós güerita” y luego remataron con mi celoso hermano: “¡ay me la cuidas cuñao!”. ¿Cuñao? pues sí, CUÑAO o cuñado, fue el primer “morelianismo” con el que me familiaricé.
Yo lo tomé con gracia, pero no mi hermano Fede que ya se quería regresar a echar pleito, y del que desistió gracias a mi pertinaz oposición.
Recuerdo que de la Central nos desplazamos algunas calles hacia abajo, “rumbo a la Nocupétaro”. Todo era vendimia: carnitas, menudo, tacos, fayuca. Era toda una rica algarabía de olores y sabores. Morelia era mi primera experiencia de una ciudad con abundante color y sonidos.
“¡Clavé en la penca de un maguey tu nombre,
juntito al mío,
entrelazadoooooooooooos!” Esa fue la canción que me despidió de la Central y que un pobre señor cantaba con pesadez y acompañado de una vieja guitarra para ganar, seguramente el equivalente a cualquier cosa que le quitara el hambre.
EL PÍPILA
Al llegar a la Avenida Nocupétaro, nos desplazamos rumbo a la colonia Obrera donde mi hermano rentaba un cuarto con el dinero que mis padres le enviaban cada semana. Fede estaba en quinto año de la Facultad de Derecho y prácticamente yo heredaría el reino de la azotea al año siguiente.
La caminada se me hizo larguísima pero no desagradable ¡las calles estaban pavimentadas y no polvorientas como en el pueblo! Aquí sí podría andar con chanclas sin terminar con las patas de polvorón.
La Avenida Nocupétaro me llevó a mi primer gran reto: cruzar la Morelos y luego Héroe de Nacozari ¡Horror! De los nervios ni cuenta me di que a mi costado izquierdo estaba el Pípila, cuyo referente es obligado para todo moreliano. Recuerdo que una vez que mi padre nos fue a visitar, chocó a un chico que iba en una motocicleta y ¡obvio!:
…y así, cinco meses después fue como me di cuenta que entre esas dos calles que me causaban terror, la Morelos y Héroe de Nacozari, estaba el pinchi Pípila (Ok, ya sé que soy de lento aprendizaje ¿algún problema?).
¡AHÍ VIENE EL TORO!
Sin duda me costó trabajo acostumbrarme a esta hermosa ciudad de Morelia, especialmente con una de sus más singulares tradiciones: el “Torito”, en cuyo primer encuentro, salí huyendo horrorizada nomás de ver al “Apache” que, pintarrajeado de la cara y con una rata en la boca me jaloneaba la mano para llevarme a bailar. Luego lo amé (al Torito, no al Apache). Hoy no puedo evitar sentirme atraída y seducida por la música de banda que nos invita a bailar. Adoro el colorido y alegre ritmo del Torito que antes me asustaba, y no me importan los argüendes que luego se generan durante sus correrías. Si voy a pie, me desvío para seguirles el paso un rato; si voy en auto, me estaciono cerquitas y los contemplo con esa melancólica nostalgia que me hace recordar aquel encuentro fallido con el Apache. Todavía tengo ganas de saber quién era ese fulano, encontrármelo y decirle: “¡Cabrón, me espantaste horrible!.. Pero hoy, gustosa bailaría contigo”, y con un paliacate rojo que agitaría con inmensa alegría, yo sería con mucho gusto la Maringuía, y así, andaría feliz por cuadras enteras, y si el que baila el torito se cansa, ahí estaría yo dispuesta a cargarlo y aprovechar para “hacer cintura” ¡AMO AL TORITO, CARAJO!
¡LOS ENTERRADOS VIVOS!
Algo tiene el centro de Morelia que atrae, parece hecho para todos los gustos y todos los bolsillos. Su Catedral tan grandota, nada tiene que ver con el templo de Nuestra Señora de Guadalupe en Aguililla; así le decía a mi madre cuando la fui a visitar por vez primera luego de mi partida, aunque ya en ese tiempo iba acompañada de un par de amigos que no pude quitarme de encima: el PUES y el BIEN HARTO.
¿Caminar? Mi primera y larga caminata la di de la colonia Obrera hasta el Jardín de Villalongín, y al mirar esos enormes arcos de cantera me brincó la curiosidad de caminarle más para ver dónde terminaban…y así lo hice: llegué hasta “El Venus” y le di la vuelta al final del Acueducto para recorrerlo nuevamente pero ahora por el otro lado. Prometí no volverlo a hacer y he cumplido mi promesa, aunque en algún momento caeré en la tentación.
Ahí, sobre la Avenida Madero, justo frente al Colegio de San Nicolás, donde ahora se erige orgulloso el Centro Cultural Universitario, no había más que un lote baldío en el que se ponían, de manera cíclica, algunos comerciantes o algunos juegos mecánicos. Una vez mi hermano Fede me llevó a ver a ¡LOS ENTERRADOS VIVOS! Un mísero espectáculo que no era otra cosa que unos monigotes de maniquí vestidos a la usanza de los marajás, y daban la impresión de estar sepultados, uno bajo tierra, otro bajo hielo, uno más bajo cemento y los otros… ya no recuerdo, pero por 20 mil pesos la entrada, se le daba la oportunidad al visitante de contemplar, a través de un cristal, a los individuos, cuya “meditación los hacía inmunes al frío, calor o falta de oxígeno”.
Y no es que yo me las de muy lista pero, cualquiera cristiano con dos dedos de frente podía notar que no eran más que muñecos, pero para la gran mayoría ahí presente –incluido mi hermano Fede- los fulanos esos eran de carne y hueso.
En ese tiempo solo me quedaba agachar la cabeza y disculparme en silencio; después de todo, Fede era mi hermano mayor inmediato, algo así como el delegado paterno que se debía respetar, la viva imagen de mi señor padre en esta ciudad de Morelia pues. O sea… ¡¿pueden creerlo?! ¿Mi hermano Fede, estudiante de quinto año en la Facultad de Derecho creyendo semejantes babosadas? (luego por qué les echan carrilla a los que estudian ahí).
Lo bueno de ese día es que aprovechamos para visitar el Museo Regional y la Casa de Morelos. Y así, yo me quedé con la idea de haber agarrado cultura, y mi hermano Fede se quedó con la idea de que, haber contemplado a Los enterrados vivos, había desquitado hasta el último centavo invertido.
En la actualidad me burlo de él porque creo que la edad, la experiencia y los años le han mostrado que Los enterrados vivos eran una tomadura de pelo, y claro, me aseguro de burlarme de él estando a un lado de mi madre, no sea que cumpla su promesa de propinarme “un revés suficientemente duro pa´romperme el hocico”.
¿RANCHO GRANDE O PUEBLO CHICO?
Eso es lo que algunos dicen pese a tener un millón de habitantes “es que Morelia sigue siendo un pueblo donde todos se conocen”… y qué bueno, es esa una de las mil razones por las que amo a Morelia (después de Aguililla, claro); además que pese a sus innumerables problemas y pésimos gobernantes yo la sigo viendo re-bonita, por eso no quise dejar pasar la oportunidad de unirme a la celebración de esta maravillosa ciudad y sus 474 años ¡Ay chiquitita!.
¡¡¡Buen viernes charandero para todoooooooooooooooooooooos!!!