Libros de ayer y hoy
El día de todos los santos fue instituido por el papa Bonifacio IV para conmemorar a los mártires de cristianos perseguidos en la época del emperador romano Dioclesiano. Como el calendario no alcanzaba para todos y las causas de canonización se hubieran llevado eternidades se optó por dedicarles el 1º de noviembre; el festejo rivalizaba con el año nuevo celta que en los países anglosajones pasó a convertirse en la “noche de brujas”, la del 31 de octubre.
La tradición de honrar a los muertos data de los tiempos más remotos de la humanidad, la costumbre de hacerlo en las fechas cercanas al día de todos los santos inició en la Edad Media pero fue oficialmente adoptada por la iglesia católica en el siglo XIV, al instituirse el 2 de noviembre como el día de los “Fieles Difuntos”; de España pasó a América con la conquista, fundiéndose con los antiguos ritos prehispánicos.
En las culturas mesoamericanas hubo un culto a la muerte, cuyos vestigios se remontan a la época del preclásico (1800 a. de C.); figurillas de barro y esculturas que muestran la dualidad muerte vida aparecen lo mismo en Veracruz que en Oaxaca. De una época posterior son famosos el pectoral de oro zapoteca con una calavera lujosamente ataviada; la efigie de la muerte en el juego de pelota de Chichen Itzá; las estatuas de Coatlicue; y el muro de cráneos de Tlatelolco.
Se tenía la costumbre de velar a los guerreros durante cuatro días posteriores al entierro, pues había la creencia de que si alguien se apoderaba del cuerpo de inmediato y le cortaba el dedo medio de la mano izquierda y el cabello, tendría valor y arrojo en el combate. Los cadáveres también eran codiciados por los ladrones, “si se apoderaban del brazo izquierdo con el podrían encantar a los habitantes de las casas, donde robarían paralizándolos”. (Eduardo Matos Moctezuma, Muerte a filo de obsidiana, los nahuas frente a la muerte).
El antecedente de las ofrendas que hoy se colocan ante los altares montados en honor de los muertos se encuentra en una costumbre prehispánica. Si ahora se pone el retrato del difunto, en el México antiguo se colocaba una estatua de madera que representaba al difunto, si hoy se colocan velas o veladoras, en aquel tiempo se ponían teas de ocote, si hoy se pone pan de muerto, se ofrendaban entonces tortillas.
Cuenta fray Diego Durán en su Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme “…y luego entrauan las viudas: ponía cada una a su estatua un plato de comida de un guizado que le llamaban tlacatlacuali, que quiere decir, comida humana, y unas tortillas quellos llaman papalotlaxcalli, que quiere decir pan de mariposas y una poca de harina de maíz tostado desleída en agua para bebida”. Se acompañaba la ceremonia con música, los tambores y los cantores “empezauan a cantar cantares de luto” y “traían luego una xicara del vino blanco que ellos beben, poniéndosela delante a la estatua”.
Los aztecas creían que la vida era una experiencia única, la muerte no tenía reversa y quienes entraban al Mictlan antes debían cruzar un río montados sobre un perrito color bermejo al que se mataba para que acompañara al difunto. Si se trataba de algún personaje importante debería ir acompañado además por 20 esclavos y 20 esclavas, quienes eran sacrificados para que sirvieran al muerto. El Mictlan fue confundido por los misioneros españoles con el infierno, pero para los indígenas no era el sitio de penas sino tan solo el lugar en el que reposaban los restos de los muertos, por ello las amenazas de los frailes de que se iban a ir al Mictlan no causaron el impacto deseado.
En Michoacán, desde la llegada de los purépechas, Pátzcuaro fue un lugar de veneración ligado al culto a la muerte: “decía esta gente en sus fábulas que el dios del infierno les envía a aquellos asientos para sus cúes a los dioses más principales” narra la Relación de Michoacán al referirse a la llegada de este pueblo a Pátzcuaro. “Andaban mirando las aguas que había en el dicho lugar, y como las viesen todas dijeron: Aquí es sin duda Pátzcuaro”, el lugar de asiento de su dios Curicaveri, su rey les dijo que en ese lugar y no en ningún otro “estaba la puerta del cielo por donde descendían y subían sus dioses”. Había allí cuatro piedras que consideraron la orilla o entrada de la negrura, el interior de la madre tierra donde es creado el hombre y a donde vuelve a morir. En el lugar edificaron tres yácatas, tres casas para los sacerdotes y tres hogueras que se mantuvieron vivas permanentemente con la leña de los montes en honor al dios.
Las ceremonias nocturnas de velación, llamadas Hunísperácuaro o de los huesos de los cautivos se efectuaban en Cuirínguaro, pueblo vecino y adversario de los purépechas, a la media noche empezaban a cantar los esclavos y los hombres y mujeres bailaban tomados de las manos, formando una amplia rueda, relata Nicolás León en LosTarascos.
El origen de la noche de muertos de la zona lacustre michoacana se pierde en el tiempo. Fue en 1948 con la película “Maclovia”, protagonizada por María Félix y Pedro Armendáriz que se divulgó en el mundo esta celebración ancestral, además del espectáculo de las canoas de redes de mariposa que aparecen en medio del lago, en la cinta dirigida por Emilio “Indio” Fernández; al atardecer, un toque de campana llama a los indígenas al panteón de Janitzio a donde llegan en procesión con pequeños arcos de flores de cempasúchil con sus ofrendas en charolas cubiertas en pequeños manteles, a la entrada del cementerio un letrero de flores anuncia “Noche de Muertos” mientras los cantos acompañan el encendido de las velas, caen las sombras.
El 2 de noviembre en los panteones de México aparecen los rastros culturales de las viejas culturas indígenas, mezclados con la tradición cristiana. Coinciden estas fechas con el final del ciclo agrícola, el levantamiento de las cosechas y el descanso de la tierra.