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MORELIA, Mich., 26 de enero de 2016.-“¿Estos días de reclusión te servirán para no hacer más acciones de protesta?”, se le soltó al normalista.
-¿Cuáles acciones? Nosotros no hicimos nada. Somos inocentes-.
No pasa de los 20 años, pero Luis Villegas, uno de los 30 normalistas liberados, defiende su inocencia. También la de sus compañeros, exonerados por un magistrado del Tribunal Unitario de Distrito de los delitos de portación y fabricación de explosivos de fabricación casera.
Dóciles, con la cabeza abajo, los 30 normalistas salieron del gran portón que accede al penal Mil Cumbres.
Venían resguardados por media docena de custodios, armas al hombre y al frente al subsecretario de Prevención y Reinserción Social, Alejandro Montiel.
Apenas se avizoró el conglomerado humano y desde la pluma de acceso comenzaron las viejas y cascadas consignas: “¡presos políticos, libertad!”, “¡presos políticos, libertad!”, coreadas al unísono por más de un centenar de compañeros de lucha.
Estaban a unos 30 metros de la libertad absoluta, pero lograron controlar sus ímpetus. Sabían que ya estaban con un pie afuera, pero la indicación era que salieran ordenados.
Y así fue: en medio de la noche y bajo un intenso frío, uno a uno, los normalistas fueron pasando la última garita: la de la libertad, aunque sea bajo las reservas de ley, pero al fin libertad.
Humildes, con bolsas de polietileno, de esas que dan a montones en los centros comerciales, los estudiantes salían con todo y sus pocas pertenencias.
Una cosa los caracterizaba: el pelo corto, tipo militar, apenas crecido unos milímetros.
Ya fuera de garita, la efusividad, las lágrimas, hasta el llanto, los abrazos, los besos. El éxtasis.
¡Bienvenido, carnal!, le gritaba uno a otro, mientras extendía los brazos sobre su cuello y le abrazaba y besaba.
Amor de compañero de lucha genuino, pues.
Las damas, mucha damas, también fieles. Les esperaron, les cobijaron y abrazaron. Lloraron, lloraron mucho.
Una de ellas, espigada, de buen ver, globo de helio en mano, con una leyenda cursi, de esas que son tradicionales los días de San Valentín, tendió un largo y amoroso abrazo al recién liberado.
¿Nos concedes una entrevista?, se solicitó.
-¡No!-, respondió secó el normalista, mientras recuperaba abrazos y besos pedidos tras 57 días de reclusión.
Cinco minutos más tarde, dos autobuses que trasladaron a los padres de familia se estacionó a un costado del remolino humano.
Descendían padres en busca de sus hijos.
Se fueron a los abrazos, al reencuentro de los vástagos.
Orgullosos, abrían mohosas y ruidas lonas de plástico con la imagen de su hijo. Esas mantas que durante semanas fueron la imagen de la Plaza Melchor Ocampo.
Había de todo. Se citaba el nombre, comunidad de origen y la foto del “preso político”.
El festín, más tarde. Allá en el centro histórico, donde el líder centista se aprestaba a declarar una “victoria” más del movimiento social, a reiterar la inocencia de 30 jóvenes que fueron detenidos en flagrancia y a declarar que detrás de la liberación no existieron intereses políticos y insinuaciones extralegales.
Ahora, ronda la duda en la atmósfera social.
Normalistas: ¿víctimas del estado o delincuentes impunes?
E ahí la interrogante.