Última llamada
Se cumplió un mes desde que seis personas fueron asesinadas, y 43 estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa fueron víctimas del delito de desaparición forzada definido por la Convención Interamericana sobre la materia –celebrada en 1994 y del que México es firmante– como “la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuere su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona, con lo cual se impide el ejercicio de los recursos legales y de las garantías procesales pertinentes”. México adecuó su Código Penal Federal a ese Tratado internacional. El artículo 215 señala: “comete el delito de desaparición forzada de personas, el servidor público que, independientemente de que haya participado en la detención legal o ilegal de una o varias personas, propicie o mantenga dolosamente su ocultamiento bajo cualquier forma de detención”.
El caso de los estudiantes de Ayotzinapa, desaparecidos la noche del viernes 26 de septiembre en Iguala, exhibe, una vez más y como ya ha ocurrido en Michoacán, los nexos del crimen organizado con la política y con uno de los tres órdenes de gobierno: el municipio. El alcalde de Iguala, José Luis Abarca, postulado por el PRD, llegó a gobernar con el apoyo de la delincuencia. René Bejarano afirmó que denunció ante el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y ante el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, el relato de uno de los sobrevivientes de un secuestro ordenado por el alcalde de Iguala y le detalló el asesinato del militante del PRD Arturo Hernández Cardona, ordenado por el presidente municipal de Iguala, así como la relación que existía entre hermanos de la esposa de Abarca, María de los Ángeles Pineda, con los Beltrán Leyva.
El caso Ayotzinapa se mantuvo en un primer momento en el ámbito municipal. Del alcalde partió la orden de detener a los normalistas, porque su esposa estaba rindiendo su informe como presidenta del DIF, los policías municipales cumplieron con la tarea y entregaron a los estudiantes a otro cuerpo policíaco, el del municipio de Cocula, para que éstos a su vez los entregaran al grupo criminalGuerreros Unidos. Abarca siguió despachando los días siguientes, para después huir.
El gobierno estatal tardó en reaccionar, su indolencia ante los sucesos de Iguala fue manifiesta desde los primeros momentos. El propio gobierno federal se desentendió del asunto. Al ser entrevistado el 3 de octubre, al secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, se le preguntó: “¿por qué la PGR no atrae el caso Ayotzinapa?”. Respondió que era porque tenía que ver con el ámbito local y que el gobierno de Peña Nieto sólo apoyaría en la búsqueda y lo demás era asunto local. Aparecieron en los días posteriores fosas clandestinas de las que se desconoce con exactitud el número de cadáveres encontrados; son decenas, pero aún ninguno de los normalistas.
El propio presidente Enrique Peña Nieto, tardó en reaccionar, hubo reproches del presidente al gobernador, pero no acción inmediata del gobierno de la República. Dijo que su gobierno apoyaría en labores de seguridad si lo pedía la autoridad guerrerense y que su administración no podía suplantar las tareas de las autoridades locales.
La presión internacional de organizaciones defensoras de los Derechos Humanos y las movilizaciones que se presentaron en varias ciudades del país, no movieron la disposición presidencial. Tuvo que intervenir la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que el 4 de octubre emitió la resolución 28/2014 obligando al gobierno mexicano a atender el caso Ayotzinapa, ese mismo día la Organización de naciones Unidas llamó al Estado Mexicano a reforzar medidas para hacer una búsqueda efectiva y localizar a los normalistas, fue hasta el día siguiente, 5 de octubre, que la PGR estuvo dispuesta a atraer el caso.
La salida de Ángel Aguirre Rivera como gobernador de Guerrero, que se dio finalmente el viernes 27 de octubre, era inevitable; nada justificaba su permanencia al frente del Poder Ejecutivo del vecino estado. No obstante, la dirigencia del PRD, encabezada por Carlos Navarrete, estuvo dispuesta a defenderlo hasta la ignominia.
La promesa del presidente Peña Nieto de que no habrá impunidad sigue pendiente. Por lo pronto el compromiso presidencial del 15 de octubre, de que habría resultados rápidos en la búsqueda de los normalistas quedó sólo en palabras.
Tlatlaya y Ayotzinapa nos regresaron a la realidad; la imagen del país que se perfilaba a alcanzar mayores niveles de progreso, que competiría en los mercados internacionales y atraería inversiones, se esfumó. México enfrenta la mayor crisis de inseguridad después de la consolidación de los gobiernos revolucionarios. El caso Tlatlaya demostró que en nuestro país ocurren ejecucionesextrajudiciales; soldados del Ejército Mexicano, que deberían ser garantes de la ley, estuvieron implicados en asesinatos; las autoridades del estado de México se prestaron a borrar evidencias y hacer pasar los crímenes como un enfrentamiento entre soldados y delincuentes. El caso Ayotzinapa, además de exhibir la ausencia de un estado de derecho, la falta de respeto a la libertad y a la vida humana; demuestra también que el modelo del Estado mexicano está agotado, el municipio es su eslabón más débil, la delincuencia financia a candidatos y los gobernantes se coluden con el crimen.