Odiseo Ibáñez Rincón/Quadratín
Desde hace tiempo, mucho antes de la tragedia de Iguala, una parte de la sociedad está inconforme, enardecida y agraviada. Mientras se manifiestan libremente, dañan edificios públicos y privados, ejercen sin ningún obstáculo su derecho a la libertad de expresión, secuestran camiones a veces protegidos por la misma fuerza pública, describen al régimen como una “dictadura”, con una ligereza que ofendería a Coreanos del Norte, Cubanos o Sirios.
“Adormecidos” llaman al resto de la sociedad que no piensa como ellos, que no siente como ellos, y que no actúa como ellos quisieran. Ven como adversarios, o cómplices del régimen a empresarios, banqueros, comerciantes y transportistas. No se trata aquí de calificar si sus agravios son reales o no; si sus acciones están justificadas o no. Se trata de puntualizar ese hecho precisamente: que este sector de la sociedad (no sabemos qué porcentaje), a partir de Ayotzinapa se radicaliza cada vez más, en una sucesión de exigencias que no parece tener fin (ni un objetivo claro).
Por otro lado está ese otro sector de la sociedad, compuesto principalmente por la clase media, que no sólo se siente también indignada y exige respuestas por los hechos de Iguala, sino por la falta de resultados en el combate al crimen organizado en general, pero que al mismo tiempo, necesita continuar con su vida cotidiana, y principalmente, con sus actividades laborales. Para este sector, el agravio es doble: no sólo por la ineficacia de las instituciones en el combate al crimen, sino por las acciones de protesta de los activistas que entorpecen y amenazan su forma de vida. Que conforme pasa el tiempo, se exaspera cada vez más ante la falta de acción de las autoridades ante lo que no considera protesta social sino vandalismo y pillaje, y que exige acciones firmes para contener a los radicales.
El riesgo es que esta división se siga profundizando y que pueda llegar a la confrontación entre la misma sociedad. La crispación está ahí. Y también las condiciones: el vacío de autoridad, la radicalización de las posiciones, las descalificaciones y el insulto. Es un riesgo que no nos podemos permitir. Es un riesgo que el Estado está obligado a impedir.